Aquel día, en el hospital, te vi sentada en la camilla, débil y asustada como una niña pequeña. Intentabas vestirte. Con mucho cuidado y con miedo a hacerte daño, porque te veía muy frágil, te ayudé a poner la camiseta y los pantalones. Me agaché para ponerte los calcetines y los zapatos.
Pensé en lo rápido que pasa el tiempo y recordé cuando eras tu la que me ayudaba a calzar y a vestirme. Te arreglé el pelo y salimos de aquella habitación cogidas de la mano. Pero, ahora, era yo la que te guiaba.
Tú siempre me habías empujado. Ibas siempre tan rápida.. Recordé aquella tarde de compras en la que me sentí desamparada y asustada. Yo tenía cinco años. Tú querías unas lámparas para el salón. Era Navidad y el centro estaba lleno de gente apurando sus últimas compras. Me llevabas de la mano; pero caminabas tan rápido que yo tenía que correr para poder ir a tu ritmo. De pronto, con el ir y venir de la gente por aquellas tiendas, me soltaste la mano. Yo seguía corriendo detrás de ti para no perder tu rastro. Asustada, intentaba abrirme paso entre la gente y dejé de verte. Cuando ya estaba a punto de echarme a llorar, desconsolada, empecé a ver tu vestido azul de cuello blanco y tus zapatos rojos. Me miraste y sonreíste. Recuerdo ese momento como si toda tú fueras luz. Iluminaste el camino que debía seguir y me tendiste la mano para que te la volviera a coger. Aquella tarde fui más consciente que nunca de que, por más que corriera, tú siempre irías por delante de mi, que sería difícil alcanzarte.
Mirándote aquel día, en el hospital, aún con tu andar lento, me hiciste recordar que no heredé tu ímpetu, tu fuerza, tu valor, tu fortaleza, tu audacia, tu clarividencia.... No, mami... Sé que te hubiera gustado; pero siempre me has puesto el listón muy alto y, por más que quiera, aunque lo intente.... Aún hoy, con tu paso lento, ¡me cuesta alcanzarte!
¡¡Te amo!!